El Plan Sistemático de represión ilegal
A partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, se instauró en el país una dictadura que implantó el “terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina” (*), y posibilitó la imposición de un modelo de país autoritario, económicamente regresivo y socialmente injusto requerido por los centros de poder internacional y los grupos económicos concentrados. Este golpe no constituyó una irrupción abrupta, sino que se insertó en una cultura política atravesada por prácticas de violencia estatal y paraestatal, y por la continua alternancia de dictaduras militares y democracias restringidas durante todo el siglo XX.
En un contexto de fuerte movilización social que caracterizó los inicios de la década del setenta, las Fuerzas Armadas comenzaron a desarrollar operativos ilegales, avanzando sin pausa hacia la usurpación del poder estatal. Más de 1.500 víctimas, muchas de ellas desaparecidas, fueron el resultado de los asesinatos y secuestros efectuados por la Triple A y otras bandas de derecha -organizadas, armadas y financiadas desde el Ministerio de Bienestar Social y otros sectores gubernamentales-, las acciones criminales encubiertas de los comandos de la inteligencia militar y policial y la agudización de la política represiva (“Decreto de aniquilamiento”). Así, se allanó el camino para el golpe de Estado que derrocó un gobierno constitucional, con la eliminación de todo vestigio democrático.
El objetivo de eliminar al activismo social, desmantelar la organización popular, disciplinar a la sociedad y vaciarla hasta de su propia memoria, requirió poner a la totalidad de las instituciones del Estado al servicio del terror. Tras el golpe de 1976, la dictadura institucionalizó y potenció el modo represivo previamente ensayado: la metodología de secuestro-tortura-desaparición y la instauración de los centros clandestinos de detención como dispositivos de exterminio de los prisioneros y de diseminación del miedo hacia la sociedad. En esa red de más de 500 centros desplegada a lo largo del país, la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) constituyó un engranaje emblemático.
(*) Rodolfo Walsh, Carta abierta de un escritor a la Junta Militar.
El centro clandestino de Detención, Tortura y Exterminio
La ESMA funcionó en un complejo edilicio originariamente destinado al alojamiento e instrucción de los suboficiales de la Marina. Ubicado sobre la Av. del Libertador -importante vía de acceso al núcleo urbano en plena zona norte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires- fue uno de los mayores Centros Clandestinos de Detención, Tortura y Exterminio del país que funcionó entre 1976 y 1983. Una de las particularidades de este centro fue el funcionamiento de una sala clandestina de maternidad, donde nacieron al menos 34 bebés de detenidas-desaparecidas, que fueron posteriormente apropiados.
Desde el edificio del Casino de Oficiales y con el sostén y la cobertura del resto de las instalaciones, el Grupo de Tareas 3.3.2 (GT3.3.2), creado en 1976 por el entonces almirante Emilio Massera, ejecutó una acción terrorista que cumplió un rol determinante en la desarticulación de organizaciones populares y la captura y desaparición forzada de alrededor de 5.000 personas.
Aunque las instalaciones de la ESMA fueron utilizadas fundamentalmente por el GT3.3.2, éste las puso a disposición de distintas fuerzas represivas afines: comandos de la Aeronáutica y de la Prefectura Naval Argentina, el Servicio de Inteligencia Naval y otros grupos las usaron como sitio de tortura y desaparición de sus prisioneros ilegales.
http://www.espaciomemoria.ar/dictadura.php
(...) la obediencia puso un punto y ese punto fue el indulto
y vivir entre asesinos no es para mí (...)
La Ley de Obediencia Debida n.º 23.521 fue una disposición legal dictada en Argentina el 4 de junio de 1987, durante el gobierno de Raúl Alfonsín, que estableció una presunción iuris et de iure (es decir, que no admitía prueba en contrario, aunque si habilitaba un recurso de apelación a la Corte Suprema respecto a los alcances de la ley) respecto de que los delitos cometidos por los miembros de las Fuerzas Armadas durante el Terrorismo de Estado y el dictadura militar no eran punibles, por haber actuado en virtud de la denominada "obediencia debida" (concepto militar según el cual los subordinados se limitan a obedecer las órdenes emanadas de sus superiores).
Esta norma parecería haberse dictado luego de los levantamientos "carapintadas", por iniciativa del gobierno de Alfonsín, para intentar contener el descontento de la oficialidad del Ejército Argentino, eximiendo a los militares por debajo del grado de coronel (en tanto y en cuanto no se hubiesen apropiado de menores y/o de inmuebles de desaparecidos), de la responsabilidad en los delitos cometidos bajo mandato castrense. De ese modo, tuvo lugar el desprocesamiento de muchos de los imputados en causas penales del llamado terrorismo de Estado que no habían sido condenados hasta el momento. Sin embargo había sido anunciada con anterioridad a los levantamientos carapintadas; en marzo de 1987 por el propio Alfonsín en un discurso público en la localidad de Las Perdices, Córdoba1y ya durante la campaña de 1983 en la cual Alfonsín insistía con la necesidad de reconocer que las Fuerzas Armadas se fundaban en la regla de “obediencia debida”2 y que existían “tres niveles de responsabilidad”; por otro lado los juicios por terrorismo de estado continuaron a lo largo de todo el gobierno de Alfonsín.
Algunos de los beneficiados por la norma fueron el ex capitán de fragata Alfredo Ignacio Astiz, el capitan de fragata Adolfo Donda y el general (R) Antonio Domingo Bussi, contra los cuales existían varias pruebas de la comisión de delitos de lesa humanidad.
Las leyes de Punto Final (1986) y de Obediencia Debida (1987), junto a los indultos realizados por Carlos Menem (1989-1990), son conocidos entre sus detractores como las leyes de impunidad.
La ley 25.779, sancionada en 2003, finalmente declaró la nulidad a la ley de Obediencia Debida, la cual por su parte ya había sido previamente derogada.
http://tiempo.infonews.com/2013/08/19/argentina-107777-a-diez-anos-de-la-anulacion-de-la-obediencia-debida-y-el-punto-final.php
-¿Cómo surgió la idea de mezclar la tragedia griega con la más reciente “tragedia” argentina?
–No hubo una decisión tipo “gabinete del doctor Caligari” para mezclar estas cosas. En el embrión de la historia ya estaba eso y lo fuimos descubriendo con Alan a medida que avanzábamos en la escritura del libro. Y se fue descubriendo más todavía durante la filmación y el montaje. Hasta último momento, la película fue modificándose, que es un poco lo que me pasa con los discos: nunca doy por terminada una composición hasta que entrego el álbum. Cada vez que se cruzaba el tema de los griegos con la Argentina, veíamos que había una profundidad que no podíamos dejar de lado, porque era una idea mítica muy poderosa a través de la historia de la humanidad. Se puede decir que la película intenta contar los nuevos horrores surgidos del horror del genocidio argentino.
–Alterio declaró que, como los genocidas fueron indultados, hay que hacer miles de películas sobre el tema para que no se pierda la memoria.
–Lo importante es aportar algo al debate, que no quede como que acá no ha pasado nada. Todo esto fue muy reciente; los muertos todavía están ahí. Y están desaparecidos, son cadáveres que necesitan ser velados y enterrados. O por lo menos debatidos en una sociedad que los ampare, que los piense y que viva con ellos. Ojalá que la película aporte algo a eso.Es una de las consecuencias de vivir en la Argentina, de estar comprometido con mi barrio y con mi tiempo.
–Hace poco usted dijo que los argentinos “somos una causa perdida”. ¿Le parece que ésa es una sensación generalizada?
–No soy quién para ponerme en termómetro de la situación, pero en el último tiempo que estuve en la Argentina percibí una gran tristeza y una gran desazón... metafísica, diría. Creo que es algo que encarnó y cuyo resultado es nuestra tristeza, nuestra confusión, nuestra imposibilidad de avanzar. Y nuestra clase política, también. Por otro lado, es un momento muy interesante, de mucho temblor y emergencia. Es una buena época para pensar y activar el ingenio y el corazón. No hay que dejar pasar este momento, que también es una oportunidad maravillosa para ver cómo reacciona una sociedad ante una crisis ética, moral y económica tan profunda. A pesar de esto, no puedo dejar de pensar que somos una causa perdida (se ríe). Pero quiero que esta frase suene con un poco de humor, no lo digo sentado, fumándome un habano, en un trono de papel en el Monumento a la Bandera de Rosario. Lo digo con humor, tomándome un trago, porque quiero dejar un rayito de luz para poder vivir y pensar que mi hijo va a ser feliz.
–Recién hablaba de la reacción de la sociedad ante la crisis. También es interesante prestarle atención a la reacción de los artistas.
–Claro. Por eso creo que la película está ligada a eso. Ahí hay tela, como en otros ámbitos en la Argentina. Están escuchándose voces desde hace un tiempo. A lo mejor es en circuitos que no tienen tanta exposición mediática, pero hay artistas hablando de esto. La obra de Vivi Tellas sobre el trabajo (Lo que vale un brazo derecho) es una mirada espeluznante sobre la época. O Lucrecia Martel, con La ciénaga, que es un hito del cine argentino... O sea que hay reacción. El tema es que la gente reaccione con nosotros. A lo mejor es doloroso, pero hasta no atravesar la crisis no vamos a poder reírnos. Puta, ojalá la peli sirva para cachetear un poco.
–¿Esa fue su intención al hacerla?
–No. No sé; el origen de las cosas siempre es muy misterioso. Nadie sabe por qué hace lo que hace. Atrás de todo, no sé por qué hice la película. Puedo sospechar que hay conflictos maternos no resueltos (Páez apenas conoció a su madre). Puedo sospechar que quería contar una situación trágica y no había podido hacerlo hasta ahora. Pueden ser las ganas de hablar del tema de los muertos. Pero no sé para qué hice la película. De hecho, no fue para concientizar a nadie sobre nada. Lo que sí quiero es sentirme parte de un grupo y que cuando me toque el turno poder decir: “opino esto, miren acá”.
–Pero insistió y puso mucho para poder hacerla: el proyecto tiene siete años, debió hipotecar su estudio de grabación...
–El tema es que la película interese y que pueda transmitir la emoción que creo que tiene. El resto no le interesa a nadie y solamente lo sabe uno. Además eso siempre fue así. No hubo productores en la Argentina que apoyaran la película; los canales de televisión no se interesaron porque era un tema duro... Pero no hay que olvidarse de que a cualquiera que quiera hacer una ópera prima le va a costar muchísimo, se llame como se llame. El cine es un negocio muy duro, en el que se apuestan números muy grandes porque es un lenguaje caro.
–Es la realidad que describen todos los cineastas argentinos.
–Totalmente. Preguntale a (Adrián) Caetano o a Lucrecia, a cualquiera de los pibes que están haciendo pelis. Es difícil la vida del cineasta (se ríe). Y más en la Argentina. Pero no quiero quejarme, porque siempre que escuchaba a alguien quejándose, me iba corriendo hacia el otro lado. Además, aunque fue duro, lo que no te mata te engorda (se ríe).
–¿Qué aprendió en su nuevo rol de director?
–Con estas cosas, lo que más se aprende son cosas de la vida, de las personas. En el set aprendés todo otra vez. Y, al final, es lo que importa y lo que queda. Aprendés de la humildad, la paciencia, los divismos, laprofundidad de la relación de los actores con sus papeles, la enreverada maraña que se arma entre los directores y la gente con la que trabaja, la generosidad, el apoyo incondicional de algunos colegas... Es la vida misma y tenés que estar atento para no perdértela creyendo que sos Orson Welles.
http://www.pagina12.com.ar/2001/01-09/01-09-30/PAG33.HTM
(...) La picana de la muerte baila su carnaval (...)
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